Viajera en el tren
Hasta Almendralejo llegaban cartas desde otros lugares, en los que las vías ya eran una realidad inaugurada; cartas de mujeres que relataban la experiencia de un trayecto, cartas que contenían el deseo y la ansiedad de no querer morir sin ver antes el ferrocarril surcando los paisajes extremeños, verlo, verlo sólo desde un andén, un solo día, pero verlo. En 1865 arribaban desde Villanueva de la Serena un manojo de misivas femeninas que daban noticias de las idas y venidas de algunas señoras en el ferrocarril y llegaban desde Campanario las noticias del singular alboroto popular al paso de Isabel II por la estación. Los campanarienses, como si de una reconquista medieval se tratara, como si el momento requiriera dosis de piedad o misticismo, descolgaron las campanas de la Iglesia y, a hombros, atravesando los pastos en ondulada geografía, las trasportaron hasta la estación para allí hacerlas sonar en improvisado artilugio, reforzando el nombre de su pueblo. Y mientras tañían, la muchedumbre permanecía de hinojos, arrebatada en emociones por el acontecimiento. Corría el año de 1866 cuando la real comitiva recorrió el completo trazado férreo que unía Madrid con Lisboa.
Una década antes, acaso la primera almendralejense que viajara en ferrocarril, relataba la experiencia del accidentado trayecto entre Madrid y Aranjuez. Carolina Coronado en 1851 nos habla de mujeres viajeras del progreso, de mujeres asomadas a las portezuelas, a las ventanillas, de mujeres que se sientan en mitad del campo, interrumpido el sueño de la libertad, por una avería impropia de aquel prodigio del vapor que despertaba muchas ilusiones nuevas:
Corríamos con tanta rapidez, que parecía la tierra una esfera que giraba sobre sus ejes para presentarnos toda su faz bajo ese mismo punto de vista, como sí dominando nosotros al mundo, los hombres y los animales, y las plantas que aparecían a uno y otro lado del camino, fuesen figuras de movimiento allí colocadas para divertirnos. Nada más gracioso que el rostro de los campesinos al pasar nosotros. Las mulas del arado salían espantadas y ellos, aún más espantados que las mulas, no se cuidaban de detenerlas sino de contemplar el espantoso monstruo que atravesaba los campos lanzando temerosos gritos, vomitando llamas y arrastrando su inmensa cola.
Hubieron de pasar más de veinte años hasta que sus paisanas, las de la vega de su Harnina, abarrotasen la estación de Almendralejo un día 6 de junio. Por fin les venía aquel animal veloz sobre unos recios surcos nuevos en su tierra bermeja. Era el año de 1879 y se rompieron todos los silencios para ser sólo conversación del tren.
Una poetisa extremeña, en otro enclave cercano, el de Llerena, quiso recibir la buena nueva volcando su emoción entre versos. También los cuadernos de poesía se hicieron del ferrocarril. Eloisa Bueno Gallego daba la bienvenida al ferrocarril, días antes de inaugurarse el tramo desde Pedroso en 1885. Y susurraba a Llerena:
Meses más tarde, los cronistas de periódicos extremeños, corresponsales en balnearios durante los calurosos veranos de estas tierras, hablaban de las muchas experiencias que los viajes en tren les deparaban desde Llerena a Madrid. Y hablaban de mujeres. Mujeres libres en el tren. Mujeres que viajan solas, mujeres que ya emigran en pos de una mejora de sus condiciones de vida en la capital, mujeres que seducen en sus vagones, incluso mujeres que, presas del progreso y la libertad que parecen contener los ferrocarriles, fuman densos cigarrillos en los elegantes compartimentos que se nos describen a finales del siglo XIX, los nuevos espacios de la relación social.
Y nos decían también del pavor al atravesar los puentes provisionales sobre los ríos o de las averías que hacían de una máquina sorprendente un denso vómito de humo negro en desazones.
Sea pues la pieza de este mes un homenaje sostenido a esas mujeres en la libertad del viaje sobre raíles: viajes de ocio, viajes de reencuentros, viajes de curiosidad, viajes de comercio, viajes de esperanza, también viajes con el hatillo de la emigración y las cestas abrigadas con unos últimos dones de la tierra, pan y chacina para aliviar la incertidumbre.
Carmen Fernández-Daza